La frontera en mi piel

01.11.2020
de Agnese Varsalona
Migración, Testimonios de vida

En mi vida pude experimentar lo que significa vivir en la frontera, entre diferencias culturales y lingüísticas, entre oportunidades y dificultades, que se entrelazan con la sorprendente e imprevisible acción de Dios. De hecho, nací y crecí en una familia italiana en Basilea, ciudad de frontera de la Suiza alemana.

Cuando era pequeña, era casi un juego vivir en la frontera entre el mundo suizo-alemán y el italiano, pero con la adolescencia llegó lo que llamaría "el tiempo de la revolución". Una edad generalmente caracterizada por una acentuada búsqueda de la propia identidad e yo, que formaba parte de la así llamada segunda generación, lo estaba en manera particular. Me preguntaba: ¿soy suiza o italiana? A veces tenía la impresión de estar como entre dos sillas sin saber en cuál sentarme. Esta situación de frontera, que encontraba cosida en mi piel, empezaba a incomodarme. En realidad sentía mías ambas identidades, pero una parecía excluir inexorablemente la otra. Aparentemente, no había alternativa para mí.

Y ya que tenía muchos amigos suizos con los cuales me llevaba muy bien, iniciaba a rechazar inconscientemente la cultura y la lengua italiana, a la que estaba conectada la fe, que ahora comenzaba a no decirme más nada. Por ejemplo, por reacción, no quería ir a Misa los domingos. Me preguntaba qué tenía yo que ver con el Dios de mis papás y de los agentes de pastoral. No me bastaba más mi fe de niña que, junto a la alegría de vivir, había recibido como el pan cotidiano. La sentía pegada en mí como un vestido que ya se había vuelto estrecho. Necesitaba hacer personalmente la experiencia del Dios de Jesucristo, del que sentía hablar.

El "tiempo de la revolución" se iba transformando poco a poco en una búsqueda más profunda. Tenía muchas preguntas sobre el sentido de la vida, de la muerte, del sufrimiento, también por la muerte repentina de una compañera de salón, truncada por un accidente de carretera; un acontecimiento que me había profundamente chocado. ¿Puede existir un Dios que permite todo esto? ¿Por qué creer, rezar? Pero en aquella situación, no podía ignorar la provocación que me venía de mis papás, de su testimonio de fe y de sacrificio vivido con amor.

Movida por las ganas de encontrarme y de confrontarme con otros jóvenes sobre temas controvertidos de la vida del hombre y de Dios, empecé a participar en el grupo juvenil de la Misión Católica Italiana de Pratteln (cerca de Basilea). De repente me di cuenta de que tenía una imagen equivocada de Dios. Dios no es como un patrón que está siempre controlandonos para descubrirnos en nuestros errores y castigarnos; ni tampoco es un viejo con la barba blanca, como a veces se ve representado en las obras artísticas, sino que Dios es el eternamente joven, nos ama como y más que un padre, que una madre, y toca a nuestra puerta pidiéndonos el permiso de compartir nuestra historia. Él se pone de nuestra parte, con la complicidad de un Amigo, para llenar de sentido y de gusto cada momento de nuestra vida.

Una identidad mucho más profunda

Así me di cuenta de que lo que me une al otro no es el mismo pasaporte, la misma lengua, las mismas opiniones, sino una identidad mucho más profunda: la de ser hijos de Dios. Una identidad capaz de abrazar a todos los hombres y de poner en diálogo las multíplices diversidades sin anularlas: identidades porosas que permiten a las personas de volverse, al mismo tiempo, recíprocamente abiertas y unificadas en sí mismas.

Las diferentes culturas me parecían realidades relativas, por lo cual ninguna puede excluir a la otra, pues todas son preciosas para entrar en relación. Es una experiencia fundamental nunca concluida, y que aún sigo haciendo. Precisamente gracias a lo que con gusto habría desechado de mi historia, gracias a lo que me parecía "extranjero" y que no quisiera acoger, pude intuir más profundamente el amor universal y personal de Dios. Justamente la fatiga de sentirme a veces como suspendida entre dos culturas me impulsaba a no quedarme en la superficie de identidades exteriores, incapaces de decir el hombre.

Con los años también crecían los sueños, los proyectos para el futuro. Tenía muchos. En el fondo quería hacer un poco de todo: casarme y tener una familia numerosa, ir a ayudar a los más pobres en África y otros más. Pero para mí, más importante que estos proyectos, era disfrutar el momento presente con mi familia y mis amigos, con los cuales era muy ingeniosa. Frecuentábamos clubes deportivos y de danza, antros, organizábamos fiestas, tocábamos, nos gustaba cruzar la ciudad de Basilea con los patines de ruedas.

Sed de una vida en plenitud

Estaba feliz, tenía todo. Sin embargo, precisamente en aquel período sucedió algo raro. Me encontraba en montaña, en la nieve, por una semana con los amigos. De lo ski-lift que me llevaba hacia la cima admiraba el paisaje encantador, pintado por el sol y la nieve, cerca de mí el cariño y la simpatía de los amigos más queridos, también estaba un poco enamorada. Sin embargo, en aquel momento de gran felicidad me cuestioné: ¿Esto ya es todo? ¿Ya puede ser todo? Ya no era suficiente para mí una alegría ligada a algunos momentos, a unas personas, a las situaciones en las que todo procede sin problemas y dificultades, pero una alegría que se desvanece apenas aparece una nube. Sentía sed de una vida vivida en plenitud, por un gran amor.

Después de los días maravillosos vividos en las montañas suizas, la vida parecía seguir como antes, aunque afloraba la consciencia de que, tal vez, la voluntad de Dios podía no coincidir con mis proyectos, a los cuales daba mucha importancia. Y esto me espantaba de morir, porque pensaba en Dios como si estuviera en competencia con mi felicidad. No confiaba verdaderamente en Él. A Él me dirigía frecuentemente de manera egoísta, pidiéndole que me ayudara a realizar mis proyectos, en lugar de pedirle: "Señor, ¿qué quieres Tú, cuáles son tus deseos? Dame la fuerza y la alegría de realizarlos". Una manera equivocada de rezar, a la cual correspondía la falta de una verdadera confianza en Dios y en el fondo el temor de encontrar verdaderamente lo que estaba buscando. Sí, buscaba, pero, en realidad, también tenía miedo de encontrar. Podía significar el fin de mis proyectos y además un cambio radical de mi vida.

Y así inició la fuga de esta intuición, que se manifestaba especialmente con la alergia al silencio. En casa casi siempre estaba ocupada en escuchar música, ver la televisión, hablarles por teléfono a mis amigos. Debía tener siempre algo que hacer, nunca estaba sin hacer algo. También había empezado a empeñarme más en la parroquia italiana. Parecía muy activa, pero en el fondo era tremendamente pasiva porque me dejaba vivir y conducir por las cosas y por los acontecimientos. Tenía miedo de pararme y de asumir mi vida para entregársela en las manos de un Otro.

Dios me conoce mejor de lo que yo me conozca a mí misma

Sólo en la noche, en el silencio al que me obligaba el condominio donde vivía, me venía a la mente la frase de Gaetano, un estudiante de filosofía conocido durante un encuentro en el Centro Internacional Scalabrini de Solothurn, Suiza: "¿Cómo se puede no amar aquel que murió y resucitó por nosotros, por mí?". Una frase que no me dejaba en paz y en cierto momento me di cuenta de que Jesús murió y resucitó no sólo para mis papás, para los sacerdotes, las monjas, para los demás, sino para mí personalmente. Me sentía alcanzada por una increíble estima de parte de un Dios que me ama así como soy. Un amor que me impulsa a amar a los demás. Advertía que el amor de Dios - siempre un poco extranjero - estaba inseparablemente ligado al amor por los demás.

Comenzaba a descubrir que Dios, mi Creador, me conoce mejor de lo que yo me conozca a mí misma y que la única cosa que Él desea es hacerme feliz y, a través de mí, también a los demás. Él no está para nada en competencia con el éxito de mi vida, más bien su voluntad me guía a realizar mi identidad más profunda. La fatiga consistía en hallar mi lugar según el plan de Dios, dónde vivir y realizar el amor que había intuido. Por un lado me sentía atraída por una relación con un joven hacia el matrimonio. En el fondo siempre había estado enamorada, mi corazón batía constantemente por alguien, como a decir que somos hechos para amar, sentido último de cada elección de vida. Por otra parte, no podía negar el hecho de que la vida de profunda comunión y de consagración total a Dios vivida en los ambientes más diversos del mundo no me dejaba indiferente, más bien, me fascinaba mucho. Me encontraba así a dialogar, a veces también desesperadamente, con mi Dios y a decirle: "Señor, haz de mi lo que quieres, sin poner atención a mis resistencias y a mi egoísmo". Y así pude recibir el don de una confianza nueva y de firmar "en blanco".

Sola no habría logrado encontrar mi lugar donde entregar la vida. Gracias especialmente a un sacerdote, que con gratuidad y libertad me ha acompañado en mi búsqueda, pude poner un punto a mis dudas y balbucear mi pequeño, pero incondicional a Dios, siguiendo a Jesús y entrando a formar parte de la comunidad de las misioneras seculares scalabrinianas. Y esto aunque hubieran resistencias y obstáculos dentro y fuera de mí. Me sentía incapaz y demasiado joven con mis 19 años y sugería a Dios que eligiera a una queridísima amiga mía, que consideraba mucho más apta y capaz que yo. Y además estaba consciente de que con una tal elección no habría correspondido al sueño de mis papás de un bonito matrimonio. Lo que en particular, como una brújula, me dio orietación fue el olfato de la alegría, el sentirme profundamente en casa. Se hubiera mirado a mí misma, a mis capacidades, a mis raciocinios no habría movido ni siquiera un paso. Pero el preparar las maletas y dejar a mi familia, a los amigos, un lugar de trabajo prometedor, fue posible confiando finalmente en Aquel que murió y resucitó por mí. Más que eso el amor no puede hacer. Y mientras hacía pasos concretos en vista de la salida, pasando también por situaciones que inicialmente me parecían como montañas insuperables, me encontraba a estar siempre más contenta y libre. Frente a las objeciones de conocidos que me invitaban a pensarlo bien y a dejar pasar todavía un poco de tiempo, me venía a la mente aquella persona de la que habla el Evangelio, la cual experimenta una alegría tan grande delante de la perla preciosa descubierta, que no duda en vender todo para comprarla (cf. Mt 13, 44-46). Es verdad que la fuerza y la alegría del Evangelio las experimentas sólo cuando pones en la práctica sus criterios, no antes. También mi familia, que inicialmente titubeaba frente mi elección, pudo después compartir mi alegría y participar al céntuplo de mi vida misionera (cf. Mc 19, 28-30).

Junto con Gláucia de Brasil y Luisa de Italia pude pronunciar los votos de pobreza, castidad y obediencia. Mi envío misionero fue aquel de continuar el estudio de teología en diálogo con la antropología filosófica al servicio de la formación de los jóvenes y de los migrantes. En este estudio me ha conducido en particular la pregunta sobre qué está atrás de aquella colocación inquietante y al mismo tiempo fascinante de la frontera entre las diversidades.

Una experiencia cotidiana y al mismo tiempo extraordinaria, la misma que hemos vivido con particular intensidad durante varios encuentros en los que pasamos por muchas fronteras invisibles: entre nosotros, con los migrantes, los refugiados, en la oración-diálogo con Dios. Encuentros en los que nos dejamos sorprender, preguntar, trastornar y dilatar. Hicimos la experiencia de sentirnos un poco raros, allí en la frontera, quizás porque nuestros esquemas mentales y nuestras maneras de ver a nosotros mismos, a los demás y a Dios comenzaban a disgregarse y a volcarse, así como nuestros proyectos.

Amor, diálogo, relación en la frontera entre las diversidades

La frontera se ha revelado como ambiente donde parece casi más fácil darse cuenta, finalmente, que la vida no la podemos comprender toda y asegurarla en la mano haciéndola entrar en nuestras categorías, pues es el misterio de la vida que nos com-prende. Al mismo tiempo hemos experimentado en nosotros dolor y alegría, desorientación, miedo y ganas de abrirnos al nuevo, a quien es todavía extranjero para nosotros. Fronteras que nos han remetido a la frontera extrema que envuelve todas las demás, aquella entre muerte y vida, la que el amor de Jesús Crucificado-Resucitado asumió y, por así decir, "subabrazó" compartiendo con amor cada tipo de dolor, uniéndolo a la posibilidad de un nuevo inicio. De hecho, nadie ha sufrido más que Él, siendo Él mismo la Vida, plenitud de amor y de sensibilidad sin igual. Allí en la frontera se han abierto nuestros ojos a Su presencia, precisamente allí donde tal vez menos lo esperábamos. Un amigo biblista no se cansa en repetir que es necesario volcar nuestra imagen de Dios para abrirnos a conocer el verdadero rostro del Dios de Jesús Cristo, que desciende y alcanza al hombre allá donde se encuentra. Un Dios que en sí mismo es amor, diálogo, relación en la frontera entre las diversidades del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En Él, unidad y diversidad son con-originarios. Es verdad que frecuentemente eso se nos olvida y vivimos como si fuéramos creados a imagen de un Dios que es monólogo, privado de diversidad.

Las guerras, los conflictos entre los pueblos no son realidades tan extrañas a nuestra experiencia y corresponsabilidad, desde el momento que los mecanismos perversos que los alimentan son los mismos de los conflictos que vivimos en lo pequeño, primero entre todos la incapacidad de perdonar, de la cual surgen rencores que bloquean la posibilidad de un nuevo inicio. Esto dice, en lo positivo, cuanto sean importantes nuestra vida y nuestras elecciones para la humanidad. De hecho, no vivimos como mónadas, mundos cerrados autosuficientes, los unos a lado de los otros, especulando sobre cómo y si ponernos juntos. Estamos constitucionalmente en relación: nuestra vida, nuestro pensar y actuar nunca son indiferentes para la vida de los demás, tampoco cuando estemos físicamente solos. Vivir en relación no es una entre las muchas capacidades del hombre, sino es lo que hace el hombre como tal. Importantes filósofos y teólogos contemporáneos dicen, nada menos, que nosotros somos relación, diálogo y pertenecer recíproco, pues ya existimos y nos encontramos en casa1 en el misterio de vida y de comunión que es Dios. Esta mirada puede verdaderamente transformar al mundo de las relaciones.

La Biblia nunca habla del hombre como de un individuo que antes está en sí mismo y sólo en un segundo momento entra en relación con Dios y con los demás hombres, sino como persona que existe en la medida en que está en relación. En la frontera entre diversidades, la elección entre el quedarnos tristemente en nosotros o el salir de nuestro yo hacia el otro adquiere particular nitidez y urgencia.

En la frontera, donde las falsas seguridades caen - donde nuestro yo se relativiza descubriendo su verdad delante de la grandeza de la vida y de su Fuente - finalmente Dios está libre de ser Dios y de hablar al corazón del hombre, así como sucedió con el pueblo de Israel en el desierto. Y cuando Dios puede ser grande en el hombre, éste no viene mortificado, sino, al contrario, se vuelve siempre más libre de expresar toda su humanidad, de volverse siempre más a sí mismo en el don con y para los demás.

La experiencia en la frontera no es marginal, así como no lo es el fenómeno de la migración, capaz de poner en luz la importancia de las relaciones, la realidad esencial que da luz y sentido a la vida de cada hombre. Algunos migrantes encontrados nos han testimoniado, de hecho, que en la experiencia de dejar la propia casa, los afectos, la patria se han descubiertos en casa en la relación con Dios y en la amistad con los demás.

Allí donde todo parece acabar, todo puede renacer. Y esto es posible cuando damos espacio y tiempo a Dios. ¿Cómo podríamos, de otra manera, dejarLo actuar en nuestra vida? Dios no se impone. Se necesitan el tiempo y el espacio del silencio, de la oración para recibirLo. Y recibir podría parecernos algo de abstracto o por lo menos de pasivo. Pero es verdad lo contrario, basta pensar en María, que justamente confiándose y acogiendo todo de su Dios, a quien nada es imposible, en fuerza de tal confianza y acogida pudo cumplir todo para los demás. Es el recibir que nos hace volver activos en el amor.

Sí, ¡en la frontera se abrieron verdaderamente nuestros ojos!

Agnese Varsalona

[1] En el idioma alemán la palabra Ge-heim-nis: misterio comprende la palabra Heim que significa casa.

 

Links:

Revista Por los caminos del éxodo (ARCHIVO)

 

 

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