Nuestra vocación específica en el mundo de la mobilidad humana

25.07.2019
de Agnese Varsalona
Testimonios de vida

Todos vivimos la experiencia de que no es inmediato darse cuenta de la realización del proyecto de Dios para la humanidad. Muchos son los acontecimientos que continuamente parecen contrastar o incluso desmentir la posibilidad de una comunión en la diversidad, y que pueden desanimar y robar la esperanza justo a quien más se compromete, en primera persona, para hacer nuestras sociedades más humanas y hospitalarias para todos. Si miramos sólo con nuestros ojos es fácil dejarnos capturar por lo que se presenta, por el mal que parece vencer el bien.

En nuestra vida de misioneras seculares scalabrinianas -que por vocación nos hace caminar por los caminos del éxodo de migrantes y refugiados, sumergiéndonos en las sociedades multiculturales y multiétnicas- hacemos la experiencia que sólo CONtemplando el mundo, es decir mirándolo CON el Dios de Jesús crucificado-resucitado, se vuelve posible vislumbrar y asombrarnos siempre nuevamente de los gérmenes de comunión que surgen a través de todo y no obstante todo.

Es cierto que desde la Pascua de Jesús en adelante, aparentemente parece no haber cambiado nada: las guerras, las injusticias, las enfermedades, el rechazo de la diversidad del otro, el sufrimiento en todas sus múltiples facetas existen hoy como ayer. Pero lo que cambió es que ahora hay un Dios que ha compartido también todas estas experiencias con el hombre. El amor no puede hacer más que eso. Y no sólo eso. El Dios crucificado no se quedó como uno entre tantos crucificados, sino que resucitó. Muerte y resurrección están indisolublemente unidas, forman el único misterio de la Pascua. Entonces, las consecuencias son enormes: cada situación de sufrimiento, de contradicción, de rechazo del otro, todo lo que descartaríamos de la historia personal y de la humanidad, la indigencia humana en todas sus formas, ya están en relación con Él, con su lucha de muerte y vida, cuya última palabra es la vida, el amor que venció toda forma de mal, de división.

Jesús crucificado-resucitado es el éxodo total de todo lo que tristemente cierra al hombre en sí mismo y lo mortifica, a horizontes de comunión espectaculares. Él ha reabierto los canales de comunicación entre las personas, entre los pueblos. En Jesús crucificado-resucitado, Dios alcanza al hombre, por amor, también en sus lados más oscuros, desciende en los puntos más bajos hasta la muerte, allí donde humanamente no parece haber salida, volviéndose Él mismo el camino, desembocadura a una nueva vida para todos. Él es el primogénito de la nueva humanidad que corresponde plenamente al proyecto de Dios. El Espíritu del Crucificado-Resucitado, esta vida de amor fue irreversiblemente vertida en el surco de la historia de la humanidad. CON Él es posible también para nosotros recorrer hoy este camino liberador de éxodo y de renacimiento.

CONtemplar

 Tener la mirada fija sobre esta realidad refuerza los ojos, los vuelve penetrantes y capaces de vislumbrar la nueva humanidad que está naciendo, no sin fatigas y sacrificios; hace capaces de ver en los sufrimientos que pueden surgir en el encuentro-choque entre personas que pertenecen a culturas, religiones, etnias diferentes, no los dolores de una agonía que desemboca en la muerte, en la nada, sino más bien los dolores de un "mega-parto" que interesa a toda la humanidad destinada a dar a luz una vida nueva, aquella según el proyecto de Dios, motivo de enorme alegría para todos (cf. Rom 8,18-25).

CONtemplar puede significar simplemente mirar todo con amor, con admiración, esperanza y estima: a nosotros mismos, a los demás, a la acción de Dios en la historia, en el mundo, en las personas. Es percibir con fe y asombro el misterio de Su mirada de amor sobre nosotros, de Su presencia que nos hace existir, nos perdona, nos hace crecer y, sobre todo, nunca nos deja sin su amor. La contemplación parte, en el fondo, de una gran estima de Dios.

Como Instituto Secular vivimos nuestra consagración total a Dios con los votos de pobreza, castidad y obediencia con un estilo de vida laical, es decir, compartiendo la vida común a todos sin signos exteriores, insertadas en los más diversos ambientes y contextos ordinarios de las sociedades multiétnicas1. El auténtico servicio al mundo parte, de esta mirada CONtemplativa que precede y acompaña cada actividad, una mirada de estima y esperanza que se posa sobre el otro y lo regenera. De aquí, entonces, cualquier cosa que se pueda hacer por el otro promoverá su diversidad y belleza en una relación a la par. Una mirada de benevolencia puede liberar aquella creatividad del amor capaz de recorrer caminos también inéditos y sorprendentes al servicio de la persona y de la comunión.

Para volver a fundar nuestras sociedades es necesario, de hecho, tener sobre todo el valor de cambiar el modo de mirar y de relacionarnos. En realidad, se pueden realizar muchas cosas por los demás, pero si esto se hace con una actitud "de arriba hacia abajo", sin estima, entonces en lugar de que el otro sea aliviado es humillado. De esta manera no cambia nada de substancial en la sociedad, ya que continuará existiendo el desnivel entre autóctonos y extranjeros, entre patrones y empleados.

Nuestra vocación nos lleva a conjugar contemplación y acción, a vivir una contemplación mientras vivimos y actuamos dentro de las sociedades, con una referencia constante al mundo y a todas sus realidades. Tomar en serio la relación con el mundo -que no es sólo afuera, sino también dentro de nosotros- significa aprender a reconocer en todos los ambientes el lugar donde ya está presente el Espíritu del Cristo crucificado-resucitado, que está llevando a cumplimiento el proyecto de Dios en cada realidad y que nos impulsa a colaborar, también resaltando y haciendo crecer todo el bien que ya hay.

Un sí al amor, sin condiciones

Al comienzo de nuestra historia hubo justamente esta experiencia, no sólo una respuesta a una necesitad social, sino el asombro por una gran y total experiencia de amor, un asombro que no ha disminuido, sino que está más vivo que nunca.

Nuestra comunidad nació hace 50 años en Solothurn con Adelia Firetti, que entonces era una joven maestra de Piacenza (Italia), llegada a Suiza por invitación de los Misioneros Scalabrinianos para dar clases a los hijos de los migrantes, pero también movida por una profunda búsqueda de fe. De hecho, por las dificultades que surgieron con las instituciones, la escuela no se abrió. Pero, delante de un futuro que se cerraba a sus expectativas, Adelia intuía que la elección más profunda que debía hacer era arraigarse en una relación vertical de fe con Dios, de quien esperar aquel futuro por el cual deseaba donar su vida. En aquella experiencia podía reconocer la presencia llena de amor de Jesucristo crucificado-resucitado, que la llamaba a seguirlo, en una entrega incondicionada de su vida.

Este al amor de Dios que se conjuga con la experiencia libertadora de una profunda alegría que nada y nadie nos puede quitar, esta entrega a Dios siempre renovada de nuestra pequeñez y desproporción, es hasta hoy el corazón de nuestra vida, de nuestras varias inserciones profesionales. De hecho, la contemplación y la oración se vuelven para nosotras "la parte más viva, más fuerte y más potente" de nuestra vida y misión. Una entrega que enciende la alegría y el deseo de colaborar con Dios en su proyecto de comunión entre persona y persona, entre los pueblos.

Los votos se vuelven el espacio de alusión a la vida filial de Jesús que es "la sal y la levadura" que desde adentro puede transformar el mundo, el único que puede verdaderamente responder a la sed más profunda de cada hombre, la sed de relaciones auténticas, de una vida plena.

Vivir en la frontera

Las oportunidades y las dificultades del vivir en la frontera entre diversidades culturales y lingüísticas tocan hoy la vida de muchas personas. También yo las pude experimentar, por así decirlo, en mi propia piel. De hecho, nací y crecí en una familia italiana en Basilea, ciudad fronteriza de Suiza, de lengua alemana. De pequeña era casi un juego vivir en la frontera entre el mundo suizo-alemán y el italiano, mientras que en la adolescencia llegó lo que llamaría "el tiempo de la revolución". Una edad generalmente marcada por una búsqueda acentuada de la identidad, y yo, perteneciente a la así llamada segunda generación, lo era en modo especial. Me preguntaba: "¿Soy suiza o italiana?". A veces, tenía la impresión de estar como entre dos sillas sin saber en cual sentarme.

Esta situación de frontera, que tenía "cosida" en mi piel, comenzaba a volverse incómoda. En realidad sentía como mías las dos identidades, pero parecía que una excluía a la otra. Aparentemente, en el plano horizontal, no había una alternativa para mí. Justamente esta fatiga me ha incitado a ir más en profundidad y a descubrir que lo que me une al otro no es una identidad horizontal, como el tener el mismo pasaporte, el mismo idioma, los mismos ideales, etcétera, que inevitablemente crean unidades parciales de las cuales siempre es excluido alguien, sino una identidad mucho más profunda que es la de ser hijos de Dios. Una identidad capaz de abrazar a todos los hombres y de poner en diálogo las múltiples diversidades sin anularlas. Las diferentes culturas empezaban a parecerme como realidades relativas. Ninguna cultura es absoluta ni puede excluir a la otra, sino que todas son preciosas ya que son, ni más ni menos, medios de comunicación para entrar en relación con los demás.

Justamente, gracias a lo que con gusto habría descartado de mi historia, que me parecía "extranjero", pude intuir más profundamente el amor universal y personal de Dios. Precisamente la dificultad de sentirme a veces como suspendida entre dos culturas me había empujado a no quedarme en la superficie de identidades exteriores, incapaces de manifestar lo que es el hombre.

Es necesario, sin embargo, admitir también que basta poco para malentender nuestra identidad de hijos de Dios. Esto sucede cuando es interpretada a partir, por ejemplo, de la relación padre-hijo así como emerge del psicoanálisis (¡que nació para estudiar las patologías!) o de los análisis sociológicos o de la experiencia personal que también puede ser extremamente negativa y problemática. Entonces, nuestra identidad de hijos de Dios puede ser confundida con un estilo de vida infantil, inmaduro, de quien no es capaz de elecciones responsables y que por lo tanto tiene que cumplir un proceso de emancipación de la autoridad agobiante del padre para expresar su propia libertad.

Una vida filial

Basta abrir los relatos de los Evangelios para darnos cuenta de que la filiación de Jesús no puede ser comprendido en estos términos. Es sólo en la experiencia filial de Jesús que el hombre entrevé también su propia filiación sin malentenderla. Nosotros somos "hijos en el Hijo". Jesús, junto al verdadero rostro de Dios- que ya en sí mismo es espectáculo de comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo- , nos mostró también quién es el hombre, quiénes somos nosotros y el sentido de nuestra vida. De hecho, el Hijo de Dios es el hombre más pleno que haya existido en la faz de la tierra y esto nos dice entonces que mientras más grande es Dios en la vida del hombre, más viva es la relación filial con Dios Padre y más el hombre es libre de ser hombre maduro, auténtico, ¡de vivir una vida en grande en los caminos más diferentes! Entonces se puede incluso decir que el Hijo de Dios no sólo se hizo hombre como nosotros, sino que nosotros somos llamados a volvernos hombres auténticos como Él, ¡a cuya imagen fuimos creados! Y es libertador tener en cuenta que nos estamos volviendo hombres auténticos, hombres libres de vivir CON y PARA, como el Hijo de Dios.

Con la Eucaristía, cada día se nos entrega en las manos, literalmente, un increíble movimiento de transformación. En la Eucaristía se nos dona nada menos que la misma vida filial de Jesús, su dinámica de muerte-resurrección que fundamenta nuestra pertenencia a Dios y a cada hombre. La Eucaristía no está destinada a quedarse en el sagrario, sino que su meta es la de transformarnos a nosotros y a la sociedad en todas sus dimensiones, con su lógica de don, de perdón, de vida compartida que hace renacer las relaciones generando comunión.

Si Dios -como se lee en la carta a los Efesios (Ef 1, 4-5)- nos creó para ser sus hijos y no en función de otra cosa, entonces la filiación no es una realidad que se añade artificialmente a la existencia del hombre, como una superestructura, como un plus, sino que es lo que hace plena y da sentido a la vida de cada hombre, de cada vocación. Permitiéndonos llamarlo Padre nuestro, Dios nos extiende también a nosotros lo que él vive en sí mismo, introduciéndonos en un diálogo que es suyo, nos atrae a su comunión trinitaria que es el fundamento de una convivencia pacífica en las sociedades multiculturales.

La relación filial con el Padre está indisolublemente ligada a la relación con los demás. Significativamente Jesús nos enseñó a decir "Padre nuestro" y no "Padre de todos", a indicar la profunda pertenencia que nos une a cada hombre, a toda la humanidad. Cuando la otra persona es vista no tanto como un problema que resolver, un número, un paciente... sino como alguien que me pertenece similarmente a como me pertenece mi madre, mi padre, mi amigo... ¡quién sabe cuántas elecciones personales, políticas, económicas, profesionales... cambiarían también en las sociedades multiculturales de hoy!

Agnese Varsalona

[1] Por ejemplo, en el campo social, cultural y pastoral; en los sectores escolares, médico-hospitalario, artístico, universitario, en la investigación científica en varios niveles, en los Centros de Estudios de Emigración, en la formación y en el anuncio cristiano a los jóvenes de diferentes nacionalidades, al servicio de una apertura a la comunión y a la experiencia de la dimensión católica de la Iglesia.

 

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